Luiz Inacio Lula da Silva ejerció como presidente del Brasil desde el 1 de enero de 2003 hasta el 1 de enero de 2011, cuando le sucedió Dilma Rousseff, una directa colaboradora suya. En julio de 2003 publiqué un artículo [muy optimista] sobre la nueva coyuntura brasileña y pocos meses después otro menos esperanzador, a pesar de que mantenía un buen ánimo. En él afirmaba: “Es pronto todavía para emitir valoraciones contundentes, pero parece que hay demasiadas inercias del pasado y que la mudança do model no está, desgraciadamente, a la vuelta de la esquina” [“Lula, Allende i la revolució passiva a la brasilera”, L’Espill, 2003].
Ahora han pasado cinco años de la salida de Lula del Palacio de Planalto. Su sucesora acaba de ser apartada del poder por votación del Senado y el propio ex presidente ha sido formal y gravemente acusado por la Justicia brasileña. Concretamente, la Fiscalía, mediante un auto de 149 páginas, dice que “Después de asumir el cargo de Presidente de la República, Lula comandó un esquema delictivo de desvío de recursos públicos destinados a enriquecerse ilícitamente, con el objetivo de perpetuarse criminalmente en el poder”.
El auto de la fiscalía es durísimo. De hecho, afirma que a) Lula se mantuvo en el poder merced una gobernabilidad asentada en bases criminales mediante la compra de apoyo político; b) generó en favor de su partido –el Partido de los Trabajadores, PT- un colchón de recursos ilícitos para sufragar futuras campañas electorales en el contexto de una perpetuación criminal en el poder; c) dispuso en su provecho de dinero procedente de crímenes, propiciando un enriquecimiento ilícito. Todas estas ventajas estuvieron ligadas al desvío de recursos públicos y al pago de sobornos a agentes públicos y políticos, organizaciones partidarias y operadores financieros”. Terribles acusaciones, ciertamente.
Independientemente de cómo evolucione la causa judicial contra el expresidente, lo bien cierto es que leer lo que escribí hace trece años y compararlo con lo que ahora sabemos y está confirmado respecto del volumen de la corrupción gubernamental brasileña durante los periodos de Lula y Dilma, incita a la frustración y a la melancolía que son propias de las expectativas de progreso defraudadas sin anestesia.
A pesar de que la propuesta lulista de 2003 se había querido sintetizar en un mensaje sesentayochista ("Paz e amor"), detrás había una propuesta muy polisémica, ciertamente, pero un poco más tangible: la mudança do model. Una propuesta de cambiar el modelo [económico y social] que consiguió el apoyo de más de cincuenta y dos millones de votos favorables a Lulinha.
A ellos les había escrito su Carta ao Povo Brasileiro, en la que sostenía que "será necesaria una lúcida y juiciosa transición entre el que tenemos hoy y aquello que la sociedad reivindica. Lo que se hizo o se dejó de hacer en ocho años no será compensado en ocho días. El nuevo modelo no puede ser producto de decisiones unilaterales del gobierno, tal como ocurre hoy, ni será implantado por decreto, de modo voluntarista. Será fruto de una amplia negociación nacional, que tiene que conducir a una auténtica alianza por el país, a un nuevo contrato social, capaz de asegurar crecimiento con estabilidad".
La mudança empezó a hacerse tangible desde la misma toma de posesión de Lula. Dos medidas fueron especialmente resaltadas: la de dar títulos de propiedad a millones de habitantes de las favelas de todo Brasil y la anunciada por el ministro de educación Cristovam Buarque: "Retribuiremos a los analfabetos para aprender a escribir". Buarque, además, era muy explícito al referirse al fenómeno Lula, al lulismo, cuando declaraba "Creo que todavía no tenemos un rumbo ideológico claro. No sabemos todavía bien que es el llamado lulismo". El ministro de educación pedía ayuda a la Universidad [El País, 16.01.2003].
Pues bien, ésta, como reclamaba Buarque, pronto empezó a intervenir en el debate. Luiz Werneck Vianna, reconocido profesor del Instituto Universitario de Pesquisas de Río de Janeiro (IUPERJ), escribiría un artículo titulado significativamente "O que mudou", y afirmaba que estaba en curso una revoluçao silenciosa, en la que "todo ha cambiado, porque nuestras instituciones surgen ahora como lugares de confianza para la realización de los cambios que la sociedad ha decidido emprender" [Folha de Sao Paulo, 10.02.2003]. Werneck había retomado el concepto gramsciano de revolución pasiva, una revolución sin revolución, y lo utilizaba en su análisis de lo que estaba pasando en Brasil.
Convencido que la revolución en estos tiempos de mundialización y de cambios radicales en los patrones productivos no puede ser una revolución de ruptura, sino que tiene que ser necesariamente pasiva, el problema reside en quien dirige los cambios para que estos tengan una dirección y un sentido positivos para la mayoría. El gran desafío es que sean las fuerzas del cambio, las de la mudança, las que dirijan el proceso en términos de los actores políticos, de los programas de gobierno, de los cambios sociales y económicos.
Lula, afirmaba el profesor, podría ser el director del proceso de revolución pasiva que se movía hacia delante no tanto como reacción a los movimientos sociales sino para consolidarlos y, además, para reforzar todavía más la senda de la democratización progresiva del país.
Ciertamente el nuevo presidente del Brasil enfrentaba lo que no puede sino calificarse como un desafío histórico. Un reto que Lula expresó sin un gramo de retórica cuando cifró el éxito de su gobierno en la consecución de que los brasileños, todos los brasileños, hicieran tres comidas al día al final de la primera legislatura. El diario El País, explícito, titulaba a las pocas horas del primer Consejo de Ministros presidido por Luiz Inácio da Silva: "44 millones de hambrientos esperan a Lula. La lucha contra la pobreza en un país de recursos es el gran reto del nuevo gobierno brasileño" [El País, 05.01.2003].
La visión que teníamos en 2003 era de gran expectación en la medida que pensábamos que si aquella revolución pasiva a la brasileña ponía en marcha profundas reformas sociales financiadas desde el crecimiento con estabilidad, que era el contenido de lo que Lula denominaba nuevo contrato social, eso sí que resultaría democráticamente revolucionario. Y podría serlo no sólo para el Brasil, sino, como referencia, para los otros países del área. La experiencia brasileña podría ser una propuesta tangible para que en América Latina se empezara a ver la luz al final del larguísimo túnel de la desigualdad.
La euforia aun así duró poco y, rápidamente, en tanto que se tomaban medidas desde el nuevo gobierno, las críticas empezaron a hacerse explícitas. Desde la Universidad, como había pedido Cristovam Buarque, también empezaron a llegar censuras de gran calado hacia el gobierno trabalhista. Boris Fausto, prestigioso historiador y profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidade de Sao Paulo escribió que no era para él una sorpresa que los nuevos gobernantes hubieran asumido con convicción la ruta del capitalismo, pero sí que había sido una novedad que más que hacerlo desde una orientación socialdemócrata lo hubieran hecho desde el modelo norteamericano. Fausto acusaba al gobierno de Lula de haber usado "las fanfarrias de Fome Zero como un habilidoso cortafuego anticipado de las quejas populistas o de izquierda en cuanto al rumbo de la política económica" [Folha de Sao Paulo, 19.10.2003].
Luiz Werneck Vianna, quien en febrero de 2003 hablaba de la revolución pasiva que estaba produciéndose en Brasil, en entrevista concedida al mismo diario en octubre, se nos rebelaba con un gran pesimismo. El mismo título de la entrevista ya era contundente: "O PT é quase um partido liberal". Werneck advertía un cambio de rumbo muy profundo en, por ejemplo, las cuestiones de Medio ambiente, pero es que, además, explicaba que el Estado había perdido presencia como "o grande tomador de decisoēs em matéria econômica", en beneficio del mercado. Además el profesor encendía dos alarmas de la máxima importancia. La primera era que el único partido [el PT] identificado con una idea de cambio [mudança] había sido dominado por el conservadurismo, por la inercia. Y añadía: "Sera uma herança muito complicada de se administrar". La segunda, quizás todavía más peligrosa: el PT y Lula estaban desviándose de la ruta que habían prometido, y esto era peligrosísimo porque la sociedad había creído que la política podía cambiar el país. Y la política estaba diciéndole a la sociedad que no era capaz de hacerlo. Si esto se confirmaba –concluía Werneck-, sería la peor pedagogía para los brasileños, puesto que provocaría la pérdida de credibilidad en las instituciones democráticas, y Sem democracia, as mudanças são impossiveis" [Folha de Sao Paulo, 19.10.2003].
Escribía yo en 2003, en sintonía con lo expuesto más arriba, que ese fracaso de la política tendría efectos terribles no sólo sobre Brasil, sino sobre toda la América Latina, cuando menos. Es una ley universal de la política: la distancia entre las expectativas generadas y los resultados finales de la gestión de los líderes y partidos que las han provocado ha tenido siempre resultados terriblemente perversos para quienes habían confiado en la posibilidad de ver cumplidas sus aspiraciones de mejora.
A pesar de todo, a toro pasado podemos afirmar que la euforia económica [la burbuja, diríamos ahora] que se vivió en Brasil durante los gobiernos de Lula escondió la realidad de las debilidades del gigante brasileño. Una de ellas, inmensa, era y es la corrupción. Ahora las acusaciones judiciales hacia el gran líder, la destitución de la presidenta Rousseff al hacerse efectivo su impeachment, y especialmente los diversos y espectaculares casos de corrupción que han afectado los últimos gobiernos brasileños [desde el Mensalão en 2005 a Petrobras recientemente] han sacudido a la ciudadanía brasileña, polarizándola entre dos posiciones a favor y en contra del PT, de Rousseff y de Lula.
Desde la dirección del PT se ha llegado a decir que se ha producido en Brasil un golpe [de Estado] de nuevo tipo. Como ha explicado el profesor de la UNESP Alberto Aggio, la tesis del petismo es que las clases dominantes, apoyadas por unos medios de comunicación monopolistas y las clases medias reaccionarias perpetraron un golpe de estado mediante acciones de comunicación, jurídicas y parlamentarias. Un conjunto de elementos que conformarían el dispositivo del “golpe de novo tipo”. El mismo Aggio argumenta tanto en cuanto a la carencia de solvencia de la tesis como advierte de su peligro, en la medida que puede conducir a una parte de la izquierda a la relativización de la democracia, supuestamente indefensa ante sus agresores [en este caso esa conspiración, la de los golpistas, que ha echado a Dilma y que ahora acusa a Lula], lo cual puede inducir a concluir que esa democracia tiene que ser sustituida por un régimen también de “novo tipo”, a la imagen de otras experiencias latinoamericanas recientes.
El problema central, aun así, no es sino la incapacidad demostrada por los actores políticos de reducir la inmensa desigualdad social que sufre Brasil, más allá de practicar una política de beneficencia que a pesar de que genera fidelidad partidaria, sólo se puede mantener en épocas de fuerte bonanza económica. Esta carencia de solvencia está unida a una corrupción de dimensiones apocalípticas que hoy por hoy ha llegado –presuntamente- a afectar a aquél que en 2003 abrió la esperanza de realizar un nuevo contrato social entre los brasileños, una mudança do model, para reducir de forma efectiva y sostenible esa desigualdad extrema que sufre el país. Es terrible como se han hecho pedazos las esperanzas de 2003, a pesar de que habrá que continuar atentos a la evolución del proceso que está generando ya frustración y melancolía para la izquierda política, tanto brasileña cómo internacional.